lunes 20 de mayo de 2024

Staccato

Ecos del mayo francés

La transformación cultural fue, pues, superlativa, y la música, como torbellino de aquella, giró al eslogan de: “en 1968 el mundo cambia, la música también”.
miércoles 08 de mayo de 2024
Históricamente, existe coincidencia en que los gigantescos movimientos sociales de  mayo de 1968, de París, fueron la consecuencia directa de los primeros balbuceos, o de las primeras manifestaciones de protesta de los estudiantes de la Universidad de Nanterre, cuya encendida aspiración tenía que ver, fundamentalmente, con la liberalización de las costumbres, muy especialmente de aquella referida, en épico detonante, a la separación de sexos en las habitaciones de las residencias estudiantiles. La sostenida escalada de la movida universitaria, no otra que una trascendental rebelión, motivó que ya en marzo de aquel año se adoptaran medidas de control y acciones disciplinarias en contra de ciertos “peligrosos y extremistas” líderes estudiantiles.
 
Alain Touraine, el célebre sociólogo francés que precisamente hacia fines de la década de los sesenta postulaba una sociología preocupada, sobre todo, en “las determinaciones de clase y en el desarrollo desigual”, ejerció como defensor de esos líderes estudiantes ante un tribunal universitario. Según su testimonio, que pasaría a la historia por narrar con lucidez no un diálogo propiamente, sino toda una batalla semántica en que habrían de enredarse el presidente de ese tribunal y Daniel Cohn-Bendit (Dani el Rojo), uno de aquellos líderes, un auténtico creador de utopías de especial capacidad para atraer a una legión de incondicionales, es sintetizada por el sociólogo en unas cuantas preguntas y respuestas, cuyas segundas, por sus múltiples sentidos, habrían de instaurar tendencias, orientar las veletas del mundo hacia otras direcciones en lo político, social, cultural, en lo filosófico, lo artístico:

“ -¿Estaba usted el 22 de marzo en la Facultad? -No, no estaba en la Facultad.
-¿Dónde estaba entonces? -En mi casa. -¿Y qué hacía usted en su casa a las tres de la tarde? -Hacía el amor, señor presidente, algo que a usted seguramente no le ha ocurrido nunca.” La firmeza e “irreverencia” (“la insolencia es una de las mayores armas revolucionarias”) de las que hizo gala Cohn-Bendit, no solo que llamaban a rememorar la actitud contestataria y militancia anarquista que exteriorizaba en sus textos, así como lo hacía su hermano Gabriel en la ya para entonces disuelta revista Noir et Rouge (Negro y Rojo), sino que, tal cual se ha dicho, ocasionaron una estampida y transformación en toda vertiente del pensamiento.
 
Así, las protestas de Nanterre (“de los hijos de papá”, según De Gaulle, o “de aquella grey descarriada”, que detractaban otros) se expandieron a La Sorbona y “a las calles y callejuelas del Barrio Latino” (escenas, en ese quartier, de Cohn-Bendit dialogando con Sartre, o en proclama de furibundos discursos, son auténticos símbolos representativos de la gesta de mayo). Los obreros, magnetizados por el clamor estudiantil, se sumaron al movimiento con huelgas escalonadas y sorpresivas. No obstante, todo terminaría cuando, hábilmente, el primer ministro Pompidou negoció con sindicatos y universitarios, y estos, finalmente, volvieron a las aulas. “Mayo del 68 –se asevera en una reconocida publicación- fue un fracaso como revolución, pero muchas de sus ideas, como el reconocimiento de los derechos de la mujer, la liberalización de las costumbres, la democratización de las relaciones sociales y generacionales, fueron, contra viento y marea, asumidas plenamente por la sociedad”.  
 
Ciertamente, y es Touraine otra vez quien establece que en los años sesenta hubo momentos fulgurantes de afirmaciones de una posición crítica, cuyos profundos análisis desarticularon conceptos de una construcción intelectual, y que, en suma, desnudaban en ellos contradicciones y ambigüedades (algo similar a la deconstrucción subjetiva de Derrida). Y fue la dimensión de esa postura la que desencadenó el movimiento expansivo del Mayo francés, “esa efervescencia revolucionaria” agrega con calidez Claude Lefort, el filósofo denunciante de los totalitarismos, para quien la democracia “no era buena por naturaleza” y no garantizaba las espontáneas aspiraciones de libertad y justicia de los ciudadanos.  
 
Apoyado en “los filósofos de la sospecha, el trío Marx-Freud-Nietzsche, que habría articulado buena parte del pensamiento de la época”, se expresa Alain Touraine acerca de que después de una larga historia el actor –el proletario, el explotado- había sido confinado a una suerte de privación de sus sentidos, un evidente absurdo; pero que gracias al renovado orden de cosas hubieron de aparecer actores pletóricos de sentidos que hacían a la vez críticas sociales y críticas culturales; los productores, en felices eslóganes, de sus propios sentidos: (“Prohibido prohibir”; “no me liberen, yo basto para eso“; “la imaginación toma el poder”; la acción no debe ser una reacción sino una creación”). Pero, sobre todo, la definición que singularizó universalmente la rebelión de mayo, dicha través de una potente frase del filósofo Herbert Marcuse: “seamos realistas, pidamos lo imposible”.
 
La transformación cultural fue, pues, superlativa, y la música, como torbellino de aquella, giró al eslogan de: “en 1968 el mundo cambia, la música también”. Todo se radicalizó, todo se politizó. Los propios Beatles, así como Los Rolling Stones, sintieron la sacudida del movimiento. En los primeros, Revolution es la primera canción abiertamente política del grupo, “lejos de la utopía hippie de All you need is love del año precedente”, inspirada en la guerra de Vietnam y en el asesinato de Martin Luther King. Por su parte, Los Rolling Stones se asociaron igualmente al imperante clima político con la aparición de Street Fighting Man, título inmediatamente escrito por Mick Jagger tras la eclosión de la revuelta estudiantil de París, cuyo texto es una trova a la contestación y a las manifestaciones de calle.
 
Pero queda patente en la historia que ya había habido anuncios de una posible reforma que surgiría de un momento a otro, y cuánto mejor si perfilaba ese augurio con la música. Prueba de ello fue el estreno, en 1967, de la canción Ma liberté del célebre cantautor francés de raíces egipcias, griegas y judías Georges Moustaki, cuya lírica presagiaba el advenimiento de un cambio que sutilmente flotaba en toda esquina, en todo aire: “…Mi libertad, eres tú quien me ha ayudado a soltar las amarras para ir no importa dónde, para llegar hasta el final de los caminos de la fortuna; para coger, en sueños, una rosa de los vientos sobre un rayo de luna...” Y entonces Moustaki, alentado por tan premonitoria visión, se convirtió luego del Mayo francés en firme militante de la rebelión y un sólido precursor de la música originada en sus raíces, pues si la filosofía de la movida había menguado la postura crítica hacia los inmigrantes, menudo triunfo el que personalmente hubo de atrapar y que proclamaría a los cuatro vientos al escribir uno de los mayores éxitos de su carrera: Le Métèque (El extranjero).
 
Según un puntilloso trabajo de Manuel Cerdà, el entonces Comité Revolucionario de Agitación Cultural (CRAC), organización en cuyas filas se hallaban artistas franceses de todo género, no hesitó en apoyar al movimiento de mayo. Una de sus figuras más emblemáticas –sostiene Cerdà- fue Dominique Grange (Lyon, 1940), una voz que nadie pudo acallar, aunque sí fue vetada por años en radio y televisión. Su canción bandera, A bas l´état policier (Abajo con el Estado policial), se vendía en las manifestaciones a solo tres francos, pero decía ella: “estamos en París, Praga y México, y de Berlín a Tokio, millones gritando ¡Abajo el Estado policial!” En todo rincón del planeta, efectivamente, las voces y gritos del Mayo francés vibraron y se hicieron música. Y no solo en músicos de juventud y de viejo cuño franceses. Artistas como Joan Baez, Bob Dylan, Scott MacKenzie, ondearon la divisa francesa de rebelión con sus potentes creaciones. 
    
En líneas generales, la aspiración, el deseo no cumplido, el desiderátum del gigantesco movimiento de mayo del 68, frustrado  por propia inercia (la pretensión de ver una realidad a través de gruesos lentes de utopía), vale, sin embargo, como con propiedad advierte Antonio Elorza, “no por las miles de palabras gastadas, por la oposición a los exámenes, por sus eslóganes, sino por la puesta en cuestión de una sociedad, de su concepto de la jerarquía y de los usos sociales; por la negativa juvenil a aceptar un amor y una libertad estrictamente regulados. La rebelión de mayo hizo que la juventud impusiera su presencia en la vida privada, en la cultura (sobre todo en la música), y legitimase la innovación frente al statu quo”. Surgió, en efecto, lo que Edgar Morín llamó una bioclase, una generación consciente de su identidad, y que desde ella acabó enfrentándose al mundo adulto.
 
Una generación, en fin, que impuso tendencias de energía vital en todo orden de cosas, especialmente en la música, esencial, vibrante, y de ritmo impetuoso que modeló otros ritmos ulteriores a mayo del 68, amplificados por el eco de sus espíritus rebeldes con ilusión de libertad.   
 
La opinión expresada en este artículo es de exclusiva responsabilidad del autor y no representa una posición oficial de Visión 360.
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